“Bienaventurados aquellos que han leído mucho durante su infancia porque de ellos, tal vez, jamás será el reino de los cielos; pero sí podrán acceder al reino de los cielos de otros, y allí aprender las muchas maneras de salir del propio infierno gracias a las estrategias no ficticias de personajes de ficción”, dice Peter Hook, un personaje de Rodrigo Fresán que aparece en Jardines de Kensington.
Esta afirmación puede complementarse con algunas más que sobre tal tema pueden encontrarse en El fondo del cielo, otra novela del escritor argentino. En ella, los personajes viven una infancia donde todavía los lectores tienen tiempo para leer y donde el mundo cabe en los libros. Para Isaac Goldman, narrador de esta historia, esa es una infancia previa al nacimiento del concepto de futuro lejano, razón por la cual los lectores son como seres mutantes. La infancia en esta novela “con ciencia-ficción”, como la llama Fresán es otra dimensión, es “la atmósfera-cero donde, en el recuerdo, sentimos que fue allí donde más y mejor respiramos”. Y es “radiación pura que se niega a desaparecer” y es ese “añorado otro planeta desde el que viajamos hacia este planeta”.
También la infancia se muestra aquí como un escenario de múltiples y vivíficas posibilidades donde la proximidad a los libros abre nuevos horizontes y rompe con todas las fronteras. La infancia y los libros cogidos de la mano para convocar momentos altamente profundos, significativos y maravillosos que han de ser indelebles. La infancia y los libros capaces de coexistir dignamente con esas nuevas tecnologías que implacables dominan al mundo. Los libros, capaces de ser más esenciales que tales tecnologías.
Al respecto afirma, contundente, el narrador: “Cierro el móvil y abro el libro y los libros nunca se descargan, los libros siempre funcionan, los libros siempre están tan dispuestos a ser leídos… Máquinas unplugged que se conectan instantáneamente a nuestros cerebros y nos poseen y nos invaden. Tal vez, ahora que lo pienso, los libros sean organismos extraterrestres. Seres que nos abducen y nos llevan a otros mundos, a mundos tanto mejor escritos que el nuestro”.
En El fondo del cielo el tema de la ciencia ficción es apenas un pretexto para hablar del amor, para hablar de la infancia, para hablar de los libros y de la lectura, para hablar de esos otros territorios que no son aquellos donde se ha nacido pero que configuran la patria de ahora porque, en definitiva, son los libros la verdadera patria, la patria sentida y sincera, el fundante ADN. Y ellos, en vez de levantar fronteras, las derriban. Y abren horizontes. Y construyen universos enteros.
Con base en lo dicho hasta aquí, bien podríamos preguntarnos ¿cuántos libros de la infancia recordamos y cuáles de ellos terminaron dejando una honda huella en nosotros? Y podríamos preguntarnos también si ellos son, hoy, como el aire que respiramos. Un elemento esencial.
Hay universos que, pese a lo que se diga, no pueden derrumbarse. Y los guardianes debemos estar en todas partes.