En el corazón del Macizo colombiano, donde la niebla envuelve las calles de Almaguer como un velo de misterio, nos encontramos con una realidad que nos hace cuestionar la verdadera naturaleza de nuestra sociedad y nuestro rol como maestras y maestros. Como profesores de la Universidad del Cauca, del Departamento de Educación y Pedagogía de la Facultad de Ciencias Naturales, Exactas y de la Educación, nos desplazamos a las regiones más remotas del Cauca, llevando con nosotros, a través de talleres de formación, las presentaciones sobre el enfoque curricular y el pénsum académico de los programas de licenciatura del convenio suscrito entre las Normales Superiores del Cauca y Unicauca.
El viaje en bus intermunicipal es un desafío en sí mismo. Las curvas cerradas y los precipicios nos hacen gritar internamente, mientras que el intento de dormir en el largo viaje de 6 horas se convierte en una quimera. Pero es al llegar a Almaguer donde la realidad nos golpea con fuerza. La gente que deambula por las calles del poblado, con ese frío, como si fueran personajes de “The Others” que van apareciendo poco a poco en la niebla.
Sin embargo, es en los talleres de formación donde la verdadera realidad se nos presenta con crudeza. Los rostros inocentes de los estudiantes nos hablan de una vida marcada por la violencia y el miedo. La narcoguerrilla sigue siendo un problema en estos territorios, utilizando a los niños, niñas y adolescentes como “mulas” para transportar drogas, obligándolos a cargar bultos de coca en las noches después de salir del colegio.
Esta es la realidad que viven nuestros adolescentes en sus territorios, una realidad que nos hace reflexionar sobre la efectividad de nuestras políticas y programas de educación. ¿Cómo podemos hablar de educación de calidad cuando la vida misma está en peligro?; ¿cómo podemos pretender que los estudiantes se concentren en el aula cuando su realidad está marcada por la violencia y el miedo?
La respuesta está de lado y lado tanto de la Universidad del Cauca, como de las instituciones educativas, en nuestra capacidad para escuchar y entender la realidad de nuestros estudiantes y maestros. En nuestra capacidad para diseñar programas y políticas que tengan en cuenta las necesidades y contextos específicos de cada territorio. Solo así podremos hablar de una educación que sea verdaderamente inclusiva y equitativa.
La niebla de Almaguer puede ser un velo de misterio, pero también es un recordatorio de la realidad que vivimos en muchos rincones de nuestro departamento y del país. Pero en sus expresiones se puede observar que la escuela y la educación siguen siendo una posibilidad de esperanza.
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